Una niña y su asesino frente a un escaparate, una silueta negra
descendiendo las escaleras, la falda arrancada de una campesina
soviética, una mujer que corre ante las balas: estas imágenes --firmadas
por Lang, Murnau, Eisenstein o Rossellini-- singularizan el cine y
esconden sus paradojas. Un arte es siempre, al mismo tiempo, una idea y
un sueño del arte. La identidad entre voluntad artística y mirada
impasible ya había sido concebida por la filosofía y ensayada, a su
modo, por la novela y el teatro. El cine viene a colmar esa espera, a
costa, sin embargo, de contradecirla. En los años veinte fue considerado
como un nuevo lenguaje de las ideas, finalmente sensibles, que abolía
el viejo arte de las historias y los personajes. Pero también iba a
restaurar las intrigas, los tipos y los géneros que la literatura y la
pintura habían hecho saltar por los aires. Jacques Rancière
analiza las formas de ese conflicto entre dos poéticas que es el alma
del cine. Entre el sueño de Jean Epstein y la enciclopedia desencantada
de Jean-Luc Godard, entre el adiós al teatro y el encuentro con la
televisión, adentrándose en el Oeste tras el rastro de James Stewart o
en el país de los conceptos en pos de Gilles Deleuze, el autor muestra
cómo la fábula cinematográfica es siempre una fábula contrariada. Por
eso disuelve las fronteras entre el documento y la ficción. Sueño del
siglo XIX, esa fábula nos explica la historia del siglo XX. |
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